Carlos Tomassino: En la informática, mi historia comienza…

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Pero volviendo a la historia, la decisión era difícil. Corría el mes de Octubre, el curso de 320 hs...se dictaría durante todo el mes de noviembre, a razón de 8 horas diarias, los 5 días de la semana. La dificultad consistía en que Noviembre era mes de los exámenes, y tanto Alberto como yo, no podíamos permitirnos resignarlos, pues significaba una pérdida importante de nuestros estudios.
Hace algunos años, cursando una Maestría en Sistemas en la UTN FRBA, fui inducido a realizar mi tesis relacionada con la historia de la informática en la Argentina, que casi es la mía, no por haber participado en sus reales orígenes, sino por ser parte de la época. También en algún otro momento quise escribir mis memorias. De lo uno y de lo otro, cuento aquí algún fragmento de mi paso por ella.


Corría 1963. Saliendo del subte D – hoy Estación 9 de Julio -, caminábamos con mi gran amigo Alberto Uhalde en dirección a la Plaza de Mayo. Ambos éramos jóvenes estudiantes de segundo año de Ingeniería electrónica de la UBA, que aún no trabajábamos. Los horarios de trabajos prácticos y teóricos de la Facultad no nos lo permitían y nuestros viejos “bancaban” nuestros estudios.

Por la Diagonal Norte al 900, sobre mano izquierda, casi a la altura del pasaje Carabelas, una gran vidriera dejaba ver detrás un conjunto de máquinas con lucecitas que se prendían y se apagaban. Las primeras IBM de la serie 1400 hacían su aparición en público. Se imaginan…. Ñata contra el vidrio, viendo como un conjunto de jóvenes como nosotros, de traje, camisa blanca y corbata se movían entre ellas con lotes de tarjetas perforadas en sus manos. Fue nuestra primera visión de una computadora. Preguntamos a compañeros en la facultad. Casi nadie sabía de su existencia.

Pasados unos meses, y a instancias del Ing. Eitel Lauría, quien además de ser profesor titular de Mecanismos en la Facultad de Ingeniería de la UBA, era Director del Centro de Cálculo de la casi recientemente creada UTN Regional Buenos Aires de la calle Medrano (y que en pocos años también tendría su computadora IBM/360), se acercó a Ingeniería de Paseo Colón, el Dr. Manuel Sadosky - Director del Instituto de Cálculo, ex vicedecano y profesor titular de Ciencias Exactas de la UBA, a dar una conferencia sobre “Resoluciones matemáticas con computadoras”. Sadosky y Lauría fueron realmente pioneros.

En el aula 401 nos apilamos más de 200 estudiantes. Escuchamos, y poco entendimos, al menos yo. Los cálculos que planteaba Sadosky eran para los matemáticos de envergadura. Y nosotros, apenas estudiantes primerizos… defraudación… ¿para esto servían las computadoras...?
Al poco tiempo un aviso en una cartelera de la facultad, indicaba que el prestigioso matemático Dr. Oscar Varsavsky, dictaría en ella una conferencia sobre Fortran I, en ese entonces, primigenio lenguaje de resolución matemática.

Obviamente, fuimos. Éramos unos 60 compañeros de ingeniería, en el cuarto piso de Paseo Colón. Debo reconocer que de nuevo, poco entendí. No recuerdo Alberto. Sólo pizarra, tiza y un conjunto de instrucciones que, en lo personal, no me significaban nada. Al salir de allí, me dirigí a la Editorial Eudeba, de reciente creación, y que estaba – por ese entonces en Florida 650. Y revolviendo, encontré dos libros de la colección Cuadernos, y que aún poseo: “El Cálculo Electrónico” de Bruno Renard y “El Lenguaje Electrónico” de J.J. Poyen, los que leí desaforadamente y durante un largo año, fueron mi guía.
Creo que ahí supe que “eso” era lo que yo quería hacer con mi vida. Aún no se llamaba informática, era “procesamiento automático de datos”, mecanización de datos”, o aún mejor, “procesamiento electrónico”… Los libros hablaban de ceros y uno, ciclo de histéresis, e incipientemente, planteaban diagramas de flujo para resolver problemas.

¿Qué era lo atractivo? En los inicios de aquella década del 60, los muchachos jóvenes que podíamos estudiar éramos producto de una clase media muy reciente. Es más, casi la iniciábamos nosotros… Generalmente, abuelos extranjeros con apenas primaria y muy laburantes, padres con un poco más de cultura y, o bien profesionales o empleados en grandes empresas o en el Estado, y todos con secundaria al menos iniciada. Ello les permitía que los jóvenes fuésemos a la universidad y solventarlo. Existía fuertemente la idea de que solo la educación era el aliciente para la que hoy llamamos inclusión social.
Estudiar ingeniería entonces era importante para un país que salía de un gobierno militar y cuyo gobierno planteaba como estrategia el desarrollo industrial para por ese entonces, 20 millones de argentinos… Por ello, lo nuevo, lo novedoso, parecía interesante.

Pero... ¿cómo lograría alcanzar el objetivo planteado…?

Hubo de pasar bastante tiempo hasta que Uhalde y yo pudiésemos alcanzarlo: ningún conocido podía conectarnos con la empresa IBM, es más muchos no la conocían. Mientras seguíamos estudiando, con Alberto decidimos tratar de buscar todo curso que nos aproximase al mismo, y de pronto encontramos uno que se dictaba en el Centro Argentino de Ingenieros de la calle Cerrito, más precisamente en el centro de Ingenieros Químicos, sobre Introducción a la IBM 1401.

Nos inscribimos. En él conocimos al Ing. Ricardo Forno, quien fue nuestro primer mentor. La 1401 que nos mencionaba, con 8 K de memoria, incluía lectura y perforación de tarjetas y la posibilidad, reciente, de contar con cintas magnéticas de 128 K, toda una pinturita para la época, lo que permitía un acceso secuencial interesante, revolucionario para la época. Forno nos enseñó el lenguaje SPS, a la sazón el primer lenguaje Assembler que muchos conocimos. El curso fue realmente atractivo, y Forno, un excelente profesor.

Pero ¿qué haríamos ahora sabiendo algo que no podíamos aplicar?
Pocos meses después, subiendo por la escalera de Paseo Colón rumbo a alguna clase, nos encontramos con una hermosa sorpresa: pegado a una columna, un cartel primorosamente escrito a mano decía “Estudiantes avanzados de ingeniería, para trabajo como programadores en importante empresa” ”Presentar CV y experiencia laboral, si la tuviese, en ….”

Corrimos esa noche rápidamente a realizar nuestro CV (el que pedían en forma manuscrita) y en menos de 24 horas Alberto y yo, juntos, los enviamos por carta certificada, como decía el pedido, desde la sucursal de correos Nº 19 de la Avenida Santa Fe, casi Pueyrredón. Y a esperar…

A los diez días, con suma alegría recibimos un llamado, invitándonos a acercarnos a una oficina (en horarios consecutivos) a conversar con quien sería nuestro eventual jefe. Quien era él? Francisco “Quico” Díaz Trepat.

Quico, que se desempeñaba como asesor de SADAIC, nos dijo que le había llamado la atención la similitud de ambos currículos y que pensaba que cada uno de nosotros con su propia personalidad, representaba lo que él estaba buscando para los cargos que se plantearían. SADAIC había decidido comprar un equipo de la compañía NCR (National Cash Register), que era conocida por sus excelentes cajas registradoras, de uso cotidiano en bares y restaurantes. Y nos envió a realizar un test (denominado EX51), un sábado por la mañana en esa Cía .National de la calle Corrientes.
El test consistía en un conjunto de once preguntas lógicas, (por ejemplo, ante un conjunto de casilleros, “al contenido de la casilla 2, agréguele 7 y súmelo al de la casilla 5 y réstelo de la casilla cuyo contenido está en la casilla 6; si entonces ese contenido es igual o mayor que el contenido de la casilla 8, ubíquelo en la casilla 10, caso contrario, en la casilla 9. Pregunta: ¿Qué número queda en la casilla 10?”). No sé si todas las preguntas eran por el estilo, pero traspiramos la gota gorda.
Hoy nos preguntamos si nuestros programadores actuales tienen lógica…. ¿ por qué hoy no se les somete a este tipo de construcción y contracción mental…?

Contestamos correctamente la mayoría de las preguntas del test (que debo reconocer, no fueron nada fáciles) y ambos obtuvimos una nota superior al mínimo requerido, pero al no haber conseguido las mejores notas, no fuimos los inmediatamente seleccionados para SADAIC.
Frustrados, debimos esperar ansiosos hasta que hubiese otra oportunidad. La misma llegó, tras algunos meses. Se nos invitaba a realizar un curso de lenguaje NEAT (el Assembler del NCR 315) de 40 horas para que, en el caso de aprobarlo, participásemos de la programación del equipo de computación que Industrias Pirelli S.A. había encargado para el siguiente año.
Este equipo de la línea NCR 315, vendría con 10 K de memoria, (8,2 libres), lectora de tarjetas perforadas (400 TPM) una impresora que imprimía a razón de 960 líneas por minuto y como memoria grabable un producto denominado CRAM.

Vale aclarar, que las instrucciones de los programas se escribían en planillas especiales, que pasaban a sala de perfoverificación en donde se perforaban en tarjetas de ochenta columnas Se solía dejar libre la columna 80, y cuando se verificaba la misma, se le adicionaba en ella una letra X en código Hollerith. Esas tarjetas eran leídas en el lector de tarjetas del 315 y tras un largo proceso de compilación, que llevaba no menos de media hora, la impresora emitía el programa compilado, desde cuyas planillas debían levantarse los errores (tanto de sintaxis como lógicos), corregirlos por un proceso similar y volver a compilar. Un proceso hoy larguísimo. Los datos debían realizar un proceso similar.
Se decía por esos años, que “un buen programador no era el que programaba más rápido, sino aquel que encontraba más rápidamente sus propios errores”. Esto hoy sigue vigente.

No puedo dejar de explicar qué era el CRAM. Era el apocope de CARD RANDOM ACCESS MEMORY, dispositivo de tarjeta magnética, que albergaba 256 Kbytes. Para los que no lo conocieron, el CRAM servía para el almacenamiento de datos con acceso aleatorio; su primera aparición fue con el NCR-315 en 1962.

El soporte eran unas tarjetas o láminas, de material plástico recubiertas de óxido magnetizable; y cada cartucho o caja, contenía 256 tarjetas, cada tarjeta 55 pistas, y cada pista un sector (de 512 bytes).
Para el funcionamiento normal eran necesarias dos unidades CRAM, y en cada una se colocaban las tarjetas de un cartucho, suspendidas por unas varillas de sección cuarto de círculo, uno de cuyos extremos estaba libre (para permitir la inserción de las tarjetas) y el otro formaba parte del soporte y mecanismo de giro.

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Cada tarjeta tenía en un extremo unas solapitas codificadas que permitían seleccionar, mediante el giro de 90º de las 8 varillas correspondientes, la que debía caer al abrirse otras dos varillas que las sostenían por los laterales. La tarjeta seleccionada caía sobre un tambor giratorio que tenía en el interior diversas zonas de depresión de aire, para pegar la tarjeta al tambor, de sobrepresión, para despegarla en la parte inferior del tambor y pegarla sobre la cabeza con 55 pistas de lectura-escritura, y la zona de salida controlada según, si la tarjeta debía permanecer en modo lectura-escritura o ser liberada para recargarla sobre el extremo libre del soporte de las varillas.

Cuando una tarjeta caía mal y se estropeaba, menudo lío se armaba! Había que extraerla del tambor-cabeza, recortar en una nueva, las solapitas correspondientes y copiar los datos de desde otro cartucho (copia de seguridad montado en la otra unidad).

Se transferían datos a razón de 100kbps. Todo ello para señalar que el proceso de búsqueda en un registro en un archivo era más rápido que en la cinta magnética, ya que tenía una forma de acceso similar a la que en los discos de unos años más tarde, se llamaría “index sequencial” y no era necesario leer todo para alcanzar el final del archivo contenido. Quizá lo único que haya que agregar es que el ruido que hacía una tarjeta al caer y ser adherida al tambor, debido a la depresión de aire, era casi como el de una motosierra. Una maravilla de la época !

Ignoro si esa fue la decisión más importante de mi vida, pero yo decidí realizar el curso, en tanto Alberto optó por los exámenes en la facultad, y ello nos obligó a separarnos. Pero en esta historia tuve con Alberto varias separaciones y reencuentros…

Así fue como el 1º de Noviembre de 1965 inicié mi periplo informático, teniendo como profesores a los hoy muy queridos amigos Joaquín Zuliani y Arturo Regueiro, y además también, un chileno de apellido Palma González.

Quizás lo que más recuerdo de ese curso, era la voluntad que ponían los docentes en demostrar que los bytes de doce bits (denominados slabs) que disponía el equipo 315, eran superiores al byte de ocho que proponía IBM: el latiguillo era “con doce bits albergamos tres números y mejoramos un 33% la capacidad de albergue de datos numéricos”. El curso describía, analíticamente, las instrucciones y rutinas, y también procesos que podían programarse, ya que el equipo contenía 10.000 slabs, (de los que sólo podían usarse alrededor de 8.200) lo que obligaba a “overlappear” rutinas, toda una revolución en esa época. El curso lo aprobamos, por lo pienso que allí comencé mi historia en la informática.
Desde el jueves 1º de diciembre de 1965 fui, entonces, programador del NEAT de Industrias Pirelli (más adelante aprendería de la mano de Carlos Vaneri, genial subjefe de programación de NCR, el superlenguaje BEST), y compartí con quienes, como yo, habíamos sido los seleccionados. Ellos eran: Antonio Regina, joven italiano que venía de las máquinas convencionales Bull que servían a la Pirelli de inicios de los sesenta, y con quien conservo la amistad a lo largo de los años, hoy residiendo en Palinuro, Italia, después de una larga carrera en la informática, y quien a veces viene a Buenos Aires; Alberto “Coco” Solanas, a quien le recomendé que hiciera el test para probar, y resultó un gran creador de aplicaciones informáticas: con Coco hemos seguido juntos largos años en la UTN, y ha sido y es uno de los amigos de mi vida. Finalmente, el “colorado” Enrique Czerlowsky, quien había sacado 100/100 en el test de lógica y era considerado un joven brillante, y Eduardo Díaz, un amable y coloquial compañero, a quienes dejé de ver con los años. Me pregunto qué será de ellos…

Los cinco teníamos un jefe y un subjefe, ya fallecidos, Luis Vacca y Osvaldo Rossi, y un instalador de NCR, también desaparecido, Eduardo Villar. Del primero, fue de quien aprendí “todo lo que debe hacerse y fundamentalmente, lo que no debe hacerse” en la vida laboral. El Departamento para el que trabajábamos se llamaba “Centro Mecanográfico…” y estaba compuesto por varios equipos convencionales y perfoverificadoras de la línea Bull. Parece que NCR le ganó a Bull la pulseada por la venta de la computadora en un fin de semana… quizás eso pueda contarlo mejor Arturo Regueiro, quien participó. Pero todas esas son otras historias…

Como la de Alberto Uhalde, quien finalizados sus exámenes de la UBA, seis meses después del nuestro, realizó el curso y empezó a trabajar en Sadaic con Díaz Trepat y, cinco años más tarde,
nos reencontraríamos estudiando en la primera camada de la carrera Analista y Licenciatura en Sistemas en la UTN Buenos Aires. Obvia y lamentablemente, sin el título de ingenieros…

La inauguración del 315 de Pirelli, a mediados de 1966, fue todo un espectáculo: la computadora estaba tras una vidriera que daba a la calle, en 25 de Mayo 444, casi Corrientes, edificio que hoy aún persiste. Ocupaba todo el frente vidriado del mismo, en total unos 60 metros cuadrados.
El área de programación, jefatura y control, ocupaba el resto de la planta baja y la perfoverificación (con 12 perfoverificadoras en dos turnos) se realizaba en el subsuelo. También allí estaba el “backup”: el viejo equipo Bull electromecánico que realizaba la facturación, con 4 operarios.

En esos seis meses, habíamos escasamente programado un sistema de proveedores y otro de facturación que debían estar para la inauguración. Acicateados por Villar, pasábamos los fines de semana en el equipo, turnándonos día y noche, con gran cantidad de horas extras. Más allá del exigente trabajo, ello nos ocasionó un gran éxito económico; piense que los programadores de aquellos años quintuplicaban el sueldo de un administrativo.

Recuerdo que a las corridas, en la semana anterior debimos realizar un dibujo para que la impresora emitiera a toda velocidad “Industrias Pirelli inaugura su NCR-315” y la fecha… Hoy una pavada…
Encima, el técnico asignado para la computadora de Pirelli, de apellido Baldessari, se había pasado varias noches dentro de la máquina, no pudiendo encontrar un error recurrente que se había producido en la instalación. Y aún el día de la inauguración observaba con horror las tareas que se hacían… pero el 315 ese día operó sin fallas.

El Dr. Federico Stuhldreher, presidente de NCR y el Dr. Franco Livini, Director General de la casa Pirelli de Argentina, cortaron las cintas celestes y blancas, rodeado de personalidades del gobierno y la industria. La Argentina venía de pasar por el triste golpe de estado de julio del 66, y el acto fue sumamente formal y sin muchas sonrisas.

Los programadores, que también éramos operadores, debíamos llevar ese día delantales blancos (después resultó que sería para siempre… por lo que el resto del personal de Pirelli empezó a llamarnos “los doctorcitos”), y la gente que pasaba frente a la vidriera de la calle 25 de Mayo se quedaba mirándonos… éramos “los expertos de la computadora…” y sin duda… los actores de la época…
Pero esto daría comienzo a otra historia…. ¡Cuántas aún sin contar…!

En mi recuerdo, la Argentina de la segunda mitad de los sesenta, era extraña: quienes habíamos conseguido iniciar nuestros trabajos en el procesamiento de datos vivíamos entusiasmados un apasionante nuevo mundo (7x24), sin mirar demasiado a los costados. Pero, claro, con una mirada actual, era evidente que en esos años de gobierno militar (de los que estábamos tan acostumbrados) se nos imponía una forma distinta de pensar, muy poco democrática. Los años de la presidencia de Onganía, fueron muy duros, aunque como ya comenté en mi visión anterior, y vuelvo a reiterar aquí, económicamente impecables para los que nos incorporábamos a lo que en el futuro llamaríamos informática.

Creo interesante comentar que, cuando se inauguraba la computadora de la poderosa Industrias Pirelli, allá por el 66, ésta contaba con tres fábricas: una en Lugano, otra en Bella Vista y la tercera en Merlo, con casi 15.000 empleados y obreros, y disponía de más de 17.000 productos distintos. (Esto es interesante, además de los diversos tipos de cables y neumáticos, Pirelli fabricaba en el país los más increíbles artículos de goma, desde galochas, arandelas y bolsas para distintos usos, hasta preservativos). En esos años, al no existir, o ser incipiente en el país, el polietileno, el poliuretano y los vinilos, casi todo era de goma…

Las empresas que podían tener equipos de computación de datos por entonces eran muy grandes… así que no eran muchos los equipos de computación trabajando efectivamente como tales en empresas. Los costos de esas máquinas eran carísimos.

Según mi memoria, al tiempo que Pirelli compraba su equipo, Grafa S.A.(empresa textil del grupo Bunge&Born) ya contaba con una de las primeras máquinas IBM (línea 1440) en el país, al igual que Ducilo S.A., que había adquirido una 1401, en tanto Ferrocarriles Argentinos, se había comprado un equipo de la línea Bull-Kraft (luego Bull-General Electric). Grandes empresas como Bagley S.A., Sadaic y Binaria Seguros, por su parte, se habían decidido por equipos NCR 315. Como dije NCR había llenado en la década anterior el mercado con cajas registradoras National, y la marca se había popularizado. También recuerdo que responsables de un par de bancos (de Crédito Argentino y Nuevo Banco Italiano) se acercaron a Pirelli para recabar información sobre el funcionamiento del equipo, que después compraron. Pero claro, las IBM imponía nombre y prestigio y las 1401 aparentaban ser las que ganarían rápidamente el mundo empresario. IBM era la primera empresa de computación del mundo y ya en esos años se sabía que estaban fabricando máquinas más poderosas (se hablaba de que la IBM/360 superaría a las existentes). Pero a nosotros nos parecía que NCR era una competencia importante para el “big blue”. Coincidíamos en que el byte de doce dígitos binarios (“slab”, o sílaba, en la jerga NCR) al poder cargar tres números decimales era superior al byte propuesto por las otras series de ocho dígitos binarios, que les permitía albergar sólo dos. La historia dice que ésta se impuso.

El esfuerzo de otras instituciones por tener sus propios equipos también dio sus resultados. En las fuerzas armadas, salvo la Marina, identificada con IBM, las otras Fuerzas optaron por la compra de equipamiento Burroughs con el que avanzaron largos años (Burroughs luego, en los 80, se unió a Univac, conformando la empresa Unisys).

En el ámbito universitario, en el Centro de Cálculo de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, ya trasladada a Núñez, ya en 1961 se había instalado la famosa Clementina, de la cual tanto se ha hablado. Unos años más tarde, en 1965, se compró una IBM/360 modelo 40 en el Centro de Cálculo de la UTN en calle Medrano, y en la Facultad de Ingeniería de la UBA, casi al mismo tiempo, una IBM 1130. Salvo Clementina (de la que no me explayo pues hay mejores expositores de ese tiempo que yo), eran todas inmensas computadoras, la mayoría de segunda generación, con núcleos de ferrita, trabajando con código EBCDIC y aferrados a la tarjeta perforada.

Entre las consultoras, la empresa Bairesco ya asomaba como la número uno para resolverle el problema administrativo a las empresas que aún no se decidían, y había optado por Burroughs.

El Estado fue lento en la adquisición de equipos de computación en esos años sesenta: se rodearon en principio de equipos que se denominaba “convencionales” y que resolvían sus problemáticas de administración con el uso de tarjetas perforadas programando en forma cableada, dado que esos equipos no eran electrónicos. Recién al promediar la segunda mitad de esa década, empezó a plantearse la adquisición (a través de licitaciones) de equipos grandes, siendo el CUPED (Centro Único de Procesamiento de Datos) su estandarte en lo que hoy es el Ministerio de Economía en Plaza de Mayo, y que tanta participación y difusión tuvo a inicios de la década siguiente cuando comenzaron los procesos del PRODE.

Pero el joven Tomassino, a la sazón aún un aprendiz de lenguaje NEAT (como ya dije, un Assembler), al promediar ese año 66 y de la mano de un joven Carlos Vaneri, subjefe de Capacitación de NCR Argentina, aprendió en un par de meses a programar en un lenguaje de nivel superior, denominado BEST, llamado a reemplazar a aquél. Este era un lenguaje de macroinstrucciones que tenía la ventaja de no ser tan descriptivo como el Neat. Así que esos años de programador fueron intensos y divertidos.

Era época en que había que andar muy formal y bien vestido, y como señalaba en el capítulo anterior, los “doctorcitos” estábamos en la vidriera de la calle 25 de Mayo 444, (hoy sede de una gran universidad privada) con camisa blanca, corbata y nuestros delantales blancos. La gente se paraba varios minutos para vernos trabajar. Al final casi lo tomábamos como si fuéramos actores de teatro, con cara adusta y pensativa, obvio, salvo cuando teníamos problemas en la ejecución de los programas donde allí sí que nos “hamacábamos”. Llegábamos bien temprano y nos quedábamos hasta bien entrada la noche, muchas veces sábados y domingos, aunque en esos días a ventana cerrada. Las horas extras corrían sin parar, y eso estaba bueno, pero no se podía pensar en otra cosa que los programas se ejecutaran bien, porque el tiempo de compilación era muy grande, nosotros no demasiados y la cantidad de movimientos que cada aplicación llevaba se medía en miles de tarjetas perforadas.

Con “Coco” Solanas, con quien me veo seguido, nos reímos de ese entonces, pues intercambiábamos señas respecto de las chicas que se paraban a mirarnos detrás de la vidriera para ver lo que hacíamos. Como ya conté, yo mismo había hecho eso de pararme en la vidriera unos años antes, y sabía lo que se sufría, con envidia, desde afuera por entender qué hacíamos “los que trabajaban adentro”.
No voy a contar de las andanzas de Coco, quién se volvía loco y salía dos por tres a la calle diciendo que iba a comprar cigarrillos, y más de una vez lo pescamos tomando el teléfono de alguna ocasional asistente al “show”.

Un tema que me resulta interesante destacar, es que a pesar de que el proceso de realización de tareas en el computador, era buscar (“relevar”) información, analizarla y luego armar (“diseñar”) un diagrama de bloques para poder dimensionar los programas, que luego se realizaría a partir de diagramas de flujo a nivel de detalle, no recuerdo que a esa altura hablásemos de “sistemas”, en el sentido de “sistemas de información” que hoy tenemos.

Estábamos muy preocupados por tener los mejores “templates” que eran unas plantillas de plástico a partir de las cuales dibujábamos los “procesos” de computación, habíamos generado nosotros mismos unas hojas en las que describíamos como se harían los programas que intervendrían en el proceso, pero reitero, no recuerdo que se mencionase la palabra sistema en el sentido que hoy se conoce.

Pasaron algunos meses, hasta que un día nos informaron que vendría un asesor, que resultó ser el Dr. Raúl Salgado, consultor que había estado un buen tiempo en EEUU y quien trajo, de alguna manera, “la noticia”: lo que hacíamos era diseñar un sistema de información.

Con el nuevo léxico, nos acostumbramos a denominar sistema al objeto de nuestro desarrollo, y subsistema a los distintos subconjuntos (por ejemplo, en el sistema de facturación, los subsistemas de altas-bajas-modificaciones de clientes, los de artículos y precios, el proceso de carga de la facturación diaria, la generación de remito, la generación de factura, el débito del stock, la imputación contable, etc.).

Recuerdo un libro, de Johnson, Kastz y Rozenzweig, llamado “Teoría, Integración y Administración de Sistemas” que sin saberlo se convirtió en la fuente de muchos de nuestros decires en la universidad cuando más tarde, fuimos docentes.
En 1968 pasó un día por el Departamento, el Ing. Fermín Bernasconi (más adelante seguramente hablaremos de él) ofertando una revista denominada “Computadoras Electrónicas”, si mal no recuerdo de su propiedad, en lo que para mí fue la primera expresión escrita de algo que tuviera que ver con lo que yo trabajaba.

Ese mismo año 1968, tal como lo relata el Tte. Cnel. De la Cuesta Ávila en esta misma sección, De la Cuesta tuvo la responsabilidad de “sistematizar el Escalafón de los Sistemas de Computación de Datos – SCD en la Administración Pública”, habida cuenta de las diferencias de sueldos entre el personal que prestaba servicios en áreas públicas y privadas. Ya en el Estado se manifestaba la necesidad de diferenciar sueldos entre quienes se dedicaban a la especialidad y el resto de los administrativos. De resultas de su gestión, se originó el primer escalafón para programadores, analistas, operadores, perfoverificadores y jefes del área, que referenció los sueldos de los trabajadores informáticos en el Estado durante muchos años. Y así éstos fueron pasando.

No puedo dejar de comentar que mi vida era sólo esa pasión irrefrenable de programar y operar esas máquinas, y de las cuales me había obsesionado. Y si bien tenía una novia externa, en mis visitas al sector de perfoverificación de la empresa, que estaba en el subsuelo, encontré que una de chicas que allí trabajaban -como hoy dicen los jóvenes - me “tiraba onda”, así que palabra va palabra viene, la invité y empezamos a salir, probablemente yo con oscuros fines que nunca pude concretar, por lo que pasados unos meses nos pusimos formalmente de novios, y, como muchas veces solía ocurrir en la Argentina de los sesenta, un año más tarde nos casamos: otro matrimonio “pirelliano” se había consumado.

Casado ya, un día descubrí que empezaban a venir a Pirelli otros jóvenes, más jóvenes aún que nosotros mismos: los ingenieros recién recibidos. La mayoría, si no todos, eran de la UBA. Al principio creíamos que ellos venían a realizar el trabajo de los programadores y nosotros solo haríamos los sistemas, por ser más antiguos, pero esto muchachos, primeras camadas de la carrera de ingeniería industrial, venían por más… y con mejores sueldos que los nuestros.
Ahí, algunos de nosotros empezamos a darnos cuenta que la vida sin estudio, como todavía lo es hoy, era inviable. Y nos empezamos a preocupar por nuestro futuro. Para colmo, Pirelli había decidido reestructurar el área, creando un Centro de Reorganización Administrativa, y planeando contratar (así se hizo luego) un equipo /360 con mayor capacidad de memoria y cinta magnética como soporte, y me di cuenta de que yo no sería de esa partida, a juzgar por los cambios internos de la organización. Se hablaba además de construir un “edificio Pirelli” de veinte pisos, en el predio que se había comprado en Retiro (hoy, es el edificio de Maipú al 1000, esquina Juncal), porque como le escuché decir a su Director General de ese entonces, el Dr. Borella, “era muy importante que cuando los directores italianos llegaban al puerto de Buenos Aires (el viaje en barco era lo común) el edificio Pirelli se viese desde la lontananza al arribar a Dársena Norte.” (textual).

Me gustaría recordar que ese edificio, allí en esa esquina iba a tener el Centro de Cómputos en el piso 11. Recuerdo nuestra preocupación: “¿tanto peso, allí arriba? ¿No se vendría abajo?” Para colmo los cálculos debían hacerse y rehacerse, incluso vinieron arquitectos de Italia, pues el subte de la línea C pasaba muy cerca y el temblor del edificio sería importante. La estructura finalmente, se completó, pero no nos dejó tranquilos, ya que los pisos serían “colgantes”, es decir que la base estructural (el edificio, hoy se observa, es casi como un tetraedro) monolítica central, se expandiría en los pisos 2, 11 y 20, y de estos dos últimos pisos, “colgarían los pisos inferiores, del 3 al 10 y del 12 al 19”. Se iba a usar esta técnica por ser primera vez en Argentina y, debo decirlo, estábamos espantados… Me fui de Pirelli antes de su inauguración (año 1972, si mal no recuerdo), así que no llegué a habitarlo. Y hoy ese edificio, que ya no es de Pirelli, puede verse indemne. Cuarenta años después. Menos mal.

Pero volvamos a la historia. Preocupado por mi falta de estudios, en 1969 empecé a buscar en dónde podría estudiar algo de lo que estaba haciendo: casi cuatro años de experiencia en programación y análisis, y con un título interrumpido de ingeniero. Recuerde el lector que yo había abandonado la carrera de ingeniería en la UBA por 1966, y retomarla me parecía difícil. En realidad, imposible.
En una de mis visitas buscando qué estudiar, encontré el Centro de Altos Estudios en Ciencias Exactas, hoy universidad Caece, en donde graciosamente, desde 2010 me estoy desempeñando como Director de la Carrera de Ingeniería en Sistemas. Estuve en un coqueto y pequeño edificio de calle Anchorena y Juncal, y me detuve a ver sus programas; un primer ciclo de dos años para ser Bachiller Superior en Ciencias Exactas, un segundo de otro año para ser Analista de Sistemas, un tercero de dos para alcanzar la Licenciatura en Sistemas y un último para ser Dr. en Sistemas.

Parecía interesante… salvo que yo proviniendo de la UBA Ingeniería (casi había inaugurado el edificio de Paseo Colón 850 en 1959) creo que mentalmente hice una comparación, lógica para mis pocos años: “¿cómo podría darme un título tan importante un centro de estudios, que aún no era una universidad, si sólo veía, comparando, lo que era un edificio y otro?”. En lugar de preguntar sobre sus profesores y directivos, o interiorizarme un poco más sobre lo que era y es hoy la pujante Caece, la descarté de plano y seguí con mi búsqueda. Nada. Hasta que de pronto, en los primeros meses del año siguiente, apareció en mi vida con toda su magnitud, la Universidad Tecnológica Nacional.

Corría febrero de 1970, y algún amigo me acercó la información que en una Universidad de la calle Medrano y Córdoba, abrirían una carrera “de Sistemas”. Así que una tarde me tomé el colectivo y me asomé por primera vez a la hoy querida Facultad Regional Buenos Aires. Me mandé al primer piso, donde funcionaba la Secretaría Académica y de allí me derivaron a la esquina de Medrano y Tucumán, que era el edificio del Centro de Cálculo (donde estaba la 360 que comenté) y que hoy, ya reconstruido con varios pisos encima, alberga a la biblioteca de la facultad.

Allí, me entregaron un papel en donde se informaba que los candidatos a acceder a la carrera, que se denominaría Analista de Sistemas, debían provenir exclusivamente de carreras interrumpidas de Ingeniería y de Ciencias Económicas, contar con las asignaturas Análisis Matemático I y II aprobadas, y trabajar fehacientemente en sistemas y/o programación. No habría curso de ingreso, se accedería por puntaje para un cupo total de 80 postulantes, en dos grupos, vespertino y nocturno, de 40 alumnos cada uno. Con mi vieja idea de que el edificio era importante, la propuesta me cuadraba y además, tenía las condiciones justas para entrar.

Al día siguiente lo comenté con Coco Solanas. El venía de un ciclo parecido al mío, pero de Ciencias Económicas y con iguales condiciones, así que juntamos ambos los papeles que necesitábamos y en poco menos de dos días nos presentamos como candidatos, ya que el cierre de inscripción era ese fin de mes.

Un par de semanas después recibimos en nuestras casas la buena nueva: habíamos sido aceptados y al promediar marzo nos incorporábamos, para el cursado de una carrera que era de cuatro cuatrimestres, y de asistencia los cinco días de la semana. Sin embargo, a Coco le tocó cursar en el turno vespertino, y a mí en el nocturno, por lo que allí nos separamos.

Por conveniencia, cambié mi turno de trabajo (trabajábamos en dos turnos y el mío era de 13 a 20 hs) y me pasé al horario de 9 a 13 y 14 a 18 horas, para llegar a las 19,45 a Medrano, hora de inicio.

Debo aclarar que la UTN, era muy distinta a lo que la conocemos hoy. Por de pronto, apenas contaba con diez o doce años de vida, y provenía de la denominada Universidad Obrera Nacional creada por Juan Domingo Perón en 1952. Se decía que allí sólo estudiaban los que trabajaban en fábricas, y en efecto, uno podía ver que muchos jóvenes de campera y jeans venían a estudiar carreras de ingeniería mecánica, eléctrica, construcciones, metalúrgica, textil.

Claro, yo venía de la UBA de esos años, una universidad de saco y corbata (además como ya dije, todos trabajábamos muy formales en las áreas administrativas de las empresas), así que a pesar de mi alegría, no estaba muy seguro de la viabilidad de mi esfuerzo. En verdad, este era un complejo discriminatorio del cual hoy me avergüenzo, pues la UTN, y en particular la Regional Buenos Aires, se ha convertido en una gran universidad, que hoy está en la avanzada de la ingeniería del país y la región.

Volvamos: allí arrancó mi verdadera época universitaria. Cursábamos en el tercer piso, aula 311, hoy un laboratorio del Departamento de Sistemas, y de arranque conocí a los directores del Centro de Cálculo, los Ingenieros Eitel Lauría y José María Frediani, tipos excelentes, y al coordinador, el Ing. Oscar Domínguez Soler, hoy un amigo.

Tuve como profesores a los últimos nombrados y a Roberto Laborero, Eduardo Coquet, José Burroni, Jorge y Armando Núñez, Susana Trione, Juan José Mirabelli, Patricia Moia, Aldo Ivnisky, David Gómez, Jaime Broner, Fedor Mustapic, Gregory Chaitín y (de algunos solo recuerdo sus apellidos) Iturriza, Domingo, López Mato, Reiter… (Será Alzheimer o sólo vejez..?)
Tenía como compañeros de curso a Jorge Zaccagnini, Juan Ayala, Luis Szychowsky, Félix López Freyre, Javier Otheguy, Juan Carlos Colman, Pedro Badano, Juan José Luini, Ana María Aguirrebengoa, y otros tantos (quizás demasiados) cuyos nombres tampoco recuerdo aunque si sus rostros.

Todo andaba bien con el estudio, y yo iba sobre rieles: mis notas eran casi todas 10 puntos. Claro yo llevaba una ventaja sobre mis compañeros, en la práctica por cinco años de la programación y los sistemas en casi todos los frentes… Los lenguajes que se estudiaban eran Fortran II y Cobol, y en realidad. Si bien no los conocía, había aprendido a diagramar muy bien, por lo que me sentía holgado de conocimientos.

Un día, finalizando el año, en un intervalo de clase nos pusimos a conversar entre compañeros sobre el título a obtener. En esa charla, caímos en la cuenta que el título de Analista de Sistemas, no lo daría la UTN como universidad, sino el Centro de Cálculo como ente que expediría su título. No habíamos leído bien las consignas; en realidad era lo que hoy llamaríamos una diplomatura no oficial. Sus materias no nos servirían para avanzar en otras carreras.

En ese momento se nos corrió el velo: llevábamos hecho ya la mitad de la carrera, rendido casi diez exámenes finales, y en un año terminaríamos… ¿nos enterábamos ahí que no íbamos a obtener un título universitario? 

Creo que allí, en ese momento de UTN, y por ese solo hecho, cambió radicalmente la historia de mi vida, y probablemente de la de muchos, pues todo lo que ocurrió a continuación, ideas, decisiones, acciones, éxitos y algunos fracasos, sobrevenidos casi impensadamente, se convirtieron en factores de cambio.
Pero a fin de acomodar los recuerdos, haré aquí una pausa en el relato, y si Dios me da memoria, seguiré más adelante con esta historia. 


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